La música siempre ha sido parte de su vida, tanto o más que la escritura. Por eso, el escritor mexicano Antonio Ortuño, reconocido fan de Metallica y The Clash, tenía pendiente un libro sobre ella. Un libro que hubiera tenido que escribir mucho antes, reconoce.
"La Armada Invencible" gira en torno a un grupo de cuarentones, desilusionados con su vida en Guadalajara, que quieren reunir a la banda de metal que formaron de jóvenes y que da título al libro.
Dividido en Lado A y Lado B, como homenaje a antiguos formatos, las dos partes cuentan con 10 capítulos titulados con nombres de canciones como “Jump in the fire” de Metallica, “Never say die” de Black Sabbath o “Wasted Years” de Iron Maiden, entre otras.
Autor reconocido por su humor negro, la agilidad y precisión de su prosa y su capacidad para explorar las contradicciones de sus personajes y de su México natal, entre sus trabajos anteriores destacan "El buscador de cabezas", en el que narra la historia de un joven fascista renegado, enamorado de una fotógrafa punk, que se debate entre lealtades cruzadas cuando un grupo fascista llega al poder en su país, y "Recursos Humanos", que aborda la lucha de un empleado de oficina por derrocar a su jefe, recurriendo incluso a tácticas terroristas.
Ahora, Ortuño sumerge al lector en un tipo de música que no se pensó para amenizar un baile popular, ni socializar con la gente.
Como comenta en un momento dado Yulian, antiguo bajista del grupo y narrador, uno elige su música, o debería. Nadie puede quitarte el pasaporte si te niegas a oír la más popular de tu barrio.
BBC Mundo habló con él en el marco del Hay Festival de Querétaro, que se celebra del 5 al 8 de septiembre.
Tu última novela cuenta la historia de un grupo de metaleros mexicanos que no lograron tener éxito de jóvenes con su grupo de metal y deciden reunirse pasados los cuarenta. ¿Cuánto hay de melancolía por tiempos pasados?
Yo diría que es una novela hasta cierto punto melancólica por lo que podría haber sido el futuro, por esos proyectos y esas pasiones de la juventud, pero no es una novela triste, sino al contrario, desde mi punto de vista es una novela carnavalesca, una comedia.
De alguna forma, para los personajes la resurrección o el intento de resurrección del grupo es un modo de desandar el camino hasta ese momento en el que las cosas se torcieron.
Es algo que me parece que nos sucede a todos, esos naufragios que quien más quién menos tenemos al momento de ir envejeciendo, ya sea en relaciones personales, en asuntos profesionales, familiares, incluso de salud física.
La gente que sale a hacer ejercicio al parque después de 30 años no es tan distinta de la gente que quiere resucitar a su banda de heavy metal.
Además de los sueños rotos, reflejas la imposibilidad del amor, la soledad y la fragilidad humana. ¿Es envejecer dejar de ser el que vive y pasar a ser el que recuerda como escribes en el libro?
Me parece que llega un momento en el que todos nos enfrentamos a una vida en la que, de alguna manera, las cartas comienzan a estar a la vista, porque ya hemos pasado por muchas cosas.
Es complicado cuando tienes recuerdos de hace ya 40 años, que eso no tenga un peso específico en quién eres, en cómo ves al mundo, cómo hablas, etc.
Y sin embargo todavía queda, al menos potencialmente, un camino que puede ser incluso muy largo; esa es la gracia de esa bisagra que es la mediana edad.
Precisamente, una de las gracias que tenía para mí la novela es que los personajes están mal adaptados al presente porque buscaban algo muy distinto al hoy en el que están viviendo.
No se adaptan a la música del presente, a la moda del presente, a la manera de relacionarse de los jóvenes en el presente.
Si bien el heavy metal es minoritario, Gojira fue uno de los grupos elegidos para tocar en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París. ¿Estamos ante un punto de inflexión?
Es como si nos hubieran hecho un guiño y nos hubieran dicho que no solo existe Shakira o Bizarrap.
Creo que mucho del éxito multitudinario de la presentación de Gojira en la inauguración de los Juegos Olímpicos, es que muchísima gente, seamos metaleros, radicales o no, dijimos, bueno, finalmente otra cosa.
Pero no podría adelantar si estamos ante un punto de inflexión. No me considero una especie de analista de tendencias ni mucho menos.
El metal es minoritario, pero a la vez lleva 50 años vivo y está presente prácticamente en todos los países del mundo, es decir, hay metal nórdico, americano, europeo -que es el que uno ubica como metal-, en América Latina, africano, en la India, en Mongolia...
No me extrañaría que hubieran más metaleros que amantes del jazz, por ejemplo, en el mundo. Es una minoría de muchos millones de personas, porque además el metal es una música que acompaña y que de alguna manera forma parte de la banda sonora de la gente.
Los metaleros de hueso colorado, como decimos en México, los metaleros hasta la médula, viven en torno al metal y siguen siendo metaleros y se siguen vistiendo más o menos igual y usando las mismas playeras y llevando el pelo largo hasta donde se los permite el cabello.
Es una identidad muy poderosa también, que en realidad, salvo por pequeños periodos y en lugares muy específicos, no ha estado de moda jamás, nunca fue la música predominante porque es una música demasiado confrontativa y está completamente fuera de los estándares.
Está hecho para que le guste mucho a unos y no le guste a otros.
En términos generales, la gente no baila en las fiestas de cumpleaños ni de aniversario oyendo heavy metal, no se casa oyendo heavy metal.
Lo fascinante para mí del metal es que no se extingue, que sigue allí de alguna manera.
En un momento escribes que el metal no es solo la estética de los perdedores, sino también es la música de las personas rotas...
A ver, no sé, yo ahora mismo me considero una persona razonablemente feliz y escucho a Black Sabbath y a Motörhead, pero también es cierto que en los peores momentos de mi vida el metal o el punk rock han sido una suerte de clave estética a la que me he aferrado.
Y eso le ha pasado a un montón de personas a lo largo del tiempo.
El pop nos habla permanentemente de una especie de amor artificial, de historias hipotéticas de amor genérico en el que la gente o es feliz o está desgarrada o despechada porque ese amor no resultó, etc.
La cantidad de canciones de amor que existen es una locura.
Imagínate que fueras una librería y el 90% o 95% de los libros fueran historias de amor. Se volvería uno loco y nos habríamos quedado sin la inmensa mayoría de los libros que nos importan y que nos han conmovido a lo largo del tiempo.
El metal habla de otro montón de temas, entre ellos justamente el malestar y esa sensación de incomodidad con el resto del mundo, las tragedias personales, las enfermedades mentales, todas esas cosas que de repente el pop cree que descubre.
Las swifties piensan que el mundo y la angustia empezaron con Taylor Swift, que además hace canciones de amor.
En cambio, no hay un metalero que no sepa de Black Sabbath o de Judas Priest. Por eso resulta que en el metal se da la paradoja de que las bandas ya disueltas, las bandas de muertos, siempre son más populares que las bandas de vivos.
Nadie vende más playeras en el mundo que Black Sabbath.
Hablas de la historia del metal y de grupos como Black Sabbath, Metallica o Motörhead, pero ¿qué papel ha jugado la música en tu vida y en tu desarrollo como escritor?
Un papel gigantesco. Ha sido tan importante como mis lecturas porque además en el 90% de las lecturas que he hecho, hasta en los aviones, llevo puestos los audífonos.
La música tiene otras características. No puedes leer un libro 50 veces, pero una canción que te gusta la puedes oír un millón de veces y se graba prácticamente en tu ADN. La puedes reconocer aunque te pongan 3 segundos de ella.
Y biográficamente también ha tenido un papel fundamental, porque mucha de la relación, por ejemplo, con mi hermano, que ya falleció, que era poeta, tenía que ver con la literatura, pero también con la música.
A los dos nos gustaba más o menos el mismo tipo de música, pero con tantos matices que en realidad no teníamos prácticamente ninguna banda favorita de los dos, o muy poco.
Curiosamente, nunca había escrito algo que tuviera que ver directamente con la música, y siento que era una suerte de deuda. Yo hubiera querido escribir antes La Armada, pero no había dado con la historia y con los personajes apropiados.
La historia está ambientada en Guadalajara y rememora un poco el México de los 80 y 90. ¿Cómo ha cambiado este México que retratas en la novela?
Hay muchas cosas de la vida mexicana que siguen siendo muy similares, que han evolucionado a la velocidad de tortuga. Y México, además, es un país muy grande, muy complejo.
Desde luego, ha cambiado sobre todo en el tema de la violencia. Cuando yo era joven había una violencia criminal, digamos, asumida, que eran robos, de repente, mataban gente y todo lo que quieras, pero no era algo tan absolutamente extendido, tan endémico y que pareciera incurable como es ahora.
Llevamos casi 20 años en la violencia, en la hiperviolencia absoluta, con unas cifras de crímenes dignos de una guerra.
Me parece que la parte más clara es la que tiene que ver con el miedo con el que vivimos las muertes, las desapariciones, los incidentes de violencia alrededor.
También somos muy esquizofrénicos porque uno puede vivir y tratar de vivir lo más plenamente que se puede o de sobrevivir de la manera más esforzada, como si eso no existiera, porque de otra manera te vuelves completamente loco y no dormirías en la noche.
Yo tengo libros en que se abordan mucho más directamente esas situaciones, pero para la historia de La Armada era algo que no me servía.
A pesar de que muchos de tus libros tratan sobre la violencia en México dices que no quieres ser ese escritor que siempre escriba sobre ello. ¿Por qué?
A ver, desde luego que si los problemas existen, siempre va a haber quien escriba de ellos. Y los problemas existen.
No solo no se han resuelto, sino que son peores que cuando yo comencé a escribir del asunto hace casi 20 años. Eso tiene que ver directamente con el escritor que soy.
Es decir, yo no puedo plantearme hacer el mismo libro cada vez, porque también termina habiendo un asunto un poco fariseo en el hecho de ser esa persona que recorre el mundo, a la que le dan aplausos y pagan derechos cuando finalmente se está inventando unas ficciones que terminan siendo parodias de las tragedias reales.
Me parece que deberían ser periodistas de investigación los encargados de divulgar las atrocidades reales que le están pasando a personas con nombre y apellido en lugar de estar a 5.000 kilómetros de distancia inventándose historias trágicas.
Ahí hay una parte que a mí me resulta inasumible y que me ha resultado hasta el momento imposible de resolver.
¿Cómo, si yo no soy parte de eso y si no estoy directamente ayudando a divulgar la realidad concreta, me dedico a lucrarme inventando fábulas para levantar lástimas en el mundo más desarrollado?
No quiero monetizar con fábulas, insisto de nuevo, la desgracia del país en el que vivo.
Supongo que no tengo la suficiente caradura para hacerlo.
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