“Hoy empezamos a cortar a los muertos para comerlos, no tenemos otro remedio”.
Sobre las hojas de un cuaderno de aviación, Gustavo Nicolich, Coco para sus amigos, un joven uruguayo de 20 años que pretendía jugar con su club un partido de rugby en Chile, escribía lo que les iba sucediendo, algo que luego se convertiría en una hazaña de supervivencia humana que conmocionaría al mundo.
Ocho días antes, el 13 de octubre de 1972, el Fairchild de la Fuerza Aérea Uruguaya que los llevaba a Santiago de Chile impactó con una montaña en la nevada cordillera de los Andes.
El avión se partió en dos, algunos murieron al salir despedidos de la aeronave, otros en el impacto contra la parte delantera cuando tocó suelo en un valle de la montaña, a 3.500 metros de altura.
Para los que quedaban vivos comenzaría una despiadada estadía de 72 días aislados de todo, a bajísimas temperaturas de día, intolerables durante la noche, y casi sin elementos para subsistir.
Despegaron de Montevideo 40 pasajeros -la mayoría jugadores de rugby, amigos y familiares- y cinco tripulantes; 16 pudieron contarlo.
Coco Nicolich plasmaba el horror de lo que estaban viviendo de puño y letra, incluida la antropofagia: comer los cuerpos de los muertos para poder seguir.
“Yo, por mi parte, le pedí a Dios en todo lo posible que nunca llegara este día, pero llegó y tenemos que afrontarlo con valentía y fe. Fe porque llegué a la conclusión de que los cuerpos están ahí porque los puso Dios, y como lo único que interesa es el alma, no tengo por qué tener un gran remordimiento”, dijo.
“Y si llegara el día y yo con mi cuerpo pudiera salvar a alguien, gustoso lo haría”, siguió anotando.
Los que quedaban vivos habían conformado “la sociedad de la nieve”, como le llamaron. Una forma de vida alejada del mundo conocido, con otras reglas, establecidas para la supervivencia en un contexto más que extremo. Una vicisitud en la que jamás nadie se podría imaginar.
“La sociedad de la nieve” dio nombre a un documental del uruguayo Gonzalo Arijón, y a partir de él surgió un libro del también uruguayo Pablo Vierci -que conocía a muchos de los protagonistas desde la escuela- publicado en 2008.
Basado en ese libro, el español Juan Antonio Bayona dirigió la película homónima que se estrena esta semana en Latinoamérica y España, y que fue nominada como mejor filme de habla no inglesa para los Globos de Oro 2024.
El escenario y el entorno en el relato
Coco Nicolich era parte de un grupo de jugadores de rugby amateur del club Old Christians, exalumnos del colegio privado católico Stella Maris, fundado por la congregación de los Christian Brothers, que viajaba junto con amigos y familiares a disputar un partido amistoso contra el Old Boys chileno.
A Coco le gustaba escribir y por eso decidió relatar lo que iba viviendo en dos cartas, una dedicada a sus padres, sus tres hermanos y su novia, y la otra exclusivamente a su novia.
En su narración, él edulcoraba algunos aspectos de lo que estaban viviendo, sobre todo al inicio de su primera epístola.
“Estamos en un lugar divino, todo cerrado por montañas y con un lago en el fondo que se va a deshelar apenas comience el deshielo. Estamos todos muy bien”.
De los 45 que iban en el vuelo 571, 18 ya habían muerto para ese día.
Era 21 de octubre de 1972. Todavía no habían empezado a alimentarse de los cuerpos de los fallecidos.
Mientras, en su casa en Montevideo, su familia aún ponía un plato para él en la mesa a la hora de comer.
“La moral existente es increíble y hay colaboración permanente entre todos. Roy [Harley], Diego [Storm], Roberto [Canessa], Carlitos [Páez] y yo estamos perfectamente bien, solo un poco más flacos y barbudos”, decía.
“El domingo pasado pasaron por arriba nuestro dos aviones, dos veces cada uno, por lo que estamos muy tranquilos y, lo que es más, convencidos de que nos van a venir a buscar. Lo único que nos hace dudar un poco es que, como el avión se desvió de la ruta, quién sabe todavía si nos vieron. Nuestra fe en Dios es increíble (se podría decir que es común en ciertos casos como este), pero yo creo que está muy por encima”.
Con lo del desvío del avión, Nicolich se refería a que, como las condiciones climáticas no eran buenas ese día, el piloto y copiloto habían decidido no cruzar directamente hacia Santiago sino primero ir hacia el sur, hasta un lugar donde el paso era más seguro, para recién ahí atravesar la cordillera.
“¿Se preguntan cómo vivimos? Bueno, la verdad que el avión no está todavía perfectamente acondicionado y por el momento no es un gran hotel, pero ya va a quedar bastante bien”.
“Agua tenemos de sobra, puesto que hacemos constantemente. Comida, tuvimos la suerte de que nos quedara una lata de Costamar, cuatro de dulce, tres latas de mariscos, algunos chocolates y dos botellas de whisky chicas. Por supuesto [que] la comida no es muy abundante que digamos, pero da para vivir”, detallaba.
La realidad era que esos escasos alimentos eran racionados a tal extremo que, por ejemplo, cuando ya no quedaba casi nada, uno de los sobrevivientes comió solamente un maní con chocolate en tres días: el primero ingirió la cubierta de chocolate y guardó el maní en un bolsillo, el segundo partió la semilla y comió la mitad, y el tercero lo terminó.
“Los días acá, cuando son lindos, se puede estar afuera hasta más o menos las seis de la tarde; ahora, si están nublados, generalmente nos quedamos en el hotel (avión) y solo sale una pequeña cuadrilla a buscar nieve”, decía Nicolich.
El joven describía luego las condiciones en las que tenían que pasar los días en ese “hotel”.
“Los cuartos no son muy cómodos, puesto que las habitaciones son para 26 personas (no pudimos conseguir para menos), pero algo es algo. El espacio es un poco reducido, puesto que lo que quedó del avión fue de la cabina (que está deshecha) hasta la parte de las alas, que quedaron diseminadas muy atrás”.
Contaba que para hacer espacio en el fuselaje, movieron los asientos al exterior y les quitaron la tela sintética que los vestía para transformarla en mantas.
Coco dormía junto a alguien que, hasta ese vuelo, era un completo desconocido, Ramón “Moncho” Sabella, amigo de compañeros del club que se unió al viaje porque pensó que le vendrían bien unas vacaciones.
“Me muero de frío, no soporto más, me estoy congelando”, le dijo a Moncho la primera noche en la montaña. Al lado tenían el cuerpo de una señora a la que tampoco conocían, moribunda, entre hierros y asientos, contra la cabina de pilotos.
Moncho se acostó sobre él y le dio golpes como para que su temperatura corporal subiera.
Así continuaron en las noches siguientes. Se tomaban de la mano y las metían en los bolsillos, y se exhalaban el uno al otro para darse calor.
“Como verán, poco a poco estamos mejorando el confort”, escribía Coco con optimismo.
Más adelante les decía a sus familiares cuánto los quería, e incluso que lo único que deseaba era llegar a Montevideo para casarse con su novia, si ella también lo quería.
“Pero no puedo pensar mucho en todo esto porque lloro mucho y me dijeron que tratara de no llorar, ya que me deshidrato. Es increíble, ¿no?”, lamentaba.
La segunda carta
Coco Nicolich siguió escribiendo lo que sucedía en la tragedia en una segunda carta, esta vez dirigida exclusivamente a su novia, Rossina Machitelli.
“El día de hoy fue bárbaro, un sol divino y mucho calor”, comenzó diciendo.
“Hoy, aparte de todo, fue un día un poco depresivo puesto que mucha gente se entró a desanimar (hace 10 días que estamos aquí), pero a mí por suerte todavía no me tocó el desánimo, puesto que con solo pensar en que te voy a volver a ver, me vienen fuerzas increíbles”.
“Otra de las causas del desánimo general es que dentro de un rato se nos acaba la comida. Nos quedan nada más que 2 latas de mariscos (chicas), 1 botella de vino blanco y un poco de granadina que indudablemente para 26 hombres (bueno, también chicos que quieren ser hombres) no es nada”, detalló.
Y ahí le relató cómo iban a empezar a alimentarse.
“Una cosa que te va a parecer increíble; a mí también me parece. Hoy empezamos a cortar a los muertos para comerlos, no tenemos otro remedio”.
Siguió diciendo que si él se moría estaba de acuerdo con que se comieran su cuerpo para tratar de sobrevivir.
“Cuando me veas te vas a asustar. Estoy mugriento, barbudo, un poco flaco, con un tajo grande en la cabeza, otro en la frente que ya se me curó y uno chiquito que me hice hoy trabajando en la cabina del avión, además de pequeños tajos en las piernas y en el hombro. Pero, con todo, estoy muy bien”, escribía, buscando el lado positivo de la tragedia.
Luego le relataba de sus esperanzas de ser encontrados, y decía que si los trabajos de búsqueda se suspendían, él sería parte del grupo que saliera a buscar ayuda.
“Dentro de tres o cuatro días, cuando recobremos algo de fuerzas, un grupo creo que nos largamos a atravesar la parte de la cordillera que nos queda, que espero [que] sea poca”.
“No tenemos la menor idea [de] dónde estamos puesto que cuando volamos hacia Chile el piloto creyó haber pasado Curicó y en Chile le informaron que descendiera. Inmediatamente aminoró la marcha y en unos pocos segundos agarramos unos pozos de aire que nos hacían bajar 1.000 a 2.000 pies, y cuando el mecánico (que está vivo con nosotros) le dio toda la potencia posible, ya era tarde”.
“El choque fue increíble, […] la cola se enganchó en la montaña y volaron la alas en el momento. El avión enseguida se entró a deslizar por la montaña al mismo tiempo que entraba nieve por los boquetes y nos iba congelando de a poco, hasta que de pronto se detuvo”.
Pronto volvió a recordar la primera noche en la cordillera.
“Enseguida oscureció y fue la noche más larga, fría y triste de mi vida. Parecía las descripciones del Infierno del Dante: eran unos gritos tras otros, un frío infernal que entraba por todos lados puesto que no pudimos tapar nada y algunos pasajeros que no los habíamos podido sacar totalmente de sus lugares, y tuvieron que dormir enganchados en sus lugares y lamentablemente a la mañana siguiente varios murieron. Indudablemente nunca ninguno podrá volver a sufrir lo que sufrimos esa noche, pero por suerte ya pasó”.
“Pensar todo lo que tengo y nunca lo llegué a valorar; es increíble, tengo todo lo que quiero y con todo estoy inconforme”, reflexionó.
A los 10 días de estar en la montaña, la búsqueda se detuvo. El Servicio Aéreo de Rescate de Chile dijo que si no habían aparecido para entonces, ya no los encontrarían con vida.
Un grupo de los sobrevivientes logró arreglar una pequeña Spika y sintonizaron una emisora que justo hablaba de ellos.
Coco escuchó lo que decían en la radio y corrió a informarles a sus compañeros: “Tengo dos noticias para darles, una mala y una buena. La mala es que se suspendió la búsqueda. La buena es que ahora vivir o morir depende solo de nosotros”.
El milagro de los Andes
El padre de Gustavo Nicolich estaba en Chile, buscando a su hijo perdido con la esperanza de que algún día apareciera.
Era fines de diciembre de 1972, se acercaba la Navidad.
Y en un momento, la noticia de que habían aparecido unos uruguayos salidos del medio de la cordillera paralizó a la sociedad, pero más aún a los familiares.
La madre de Coco, Raquel Arocena, escuchó que en la lista de sobrevivientes había un muchacho llamado Gustavo. Sin dudarlo, se subió al primer avión rumbo a Santiago.
Al llegar al hospital, la puerta del ascensor se abrió y Gustavo Zerbino, que intentaba escaparse, apareció.
Raquel se desmayó. El Gustavo de la lista no era su hijo.
La noche del 29 de octubre, un alud arrasó con el fuselaje. Coco Nicolich y otros siete murieron sepultados por la nieve.
Gustavo Zerbino le dio un beso a Raquel y le dijo: “Tengo una carta para ti de tu hijo”. Recién ahí reaccionó.
Zerbino las había tomado de un bolsillo del saco de su tocayo, pegadas al corazón, y las había conservado en un bolso con otras pertenencias de los muertos para entregarlas a sus seres queridos.
“Cuando me di cuenta que nunca nadie más iba a subir a ese lugar porque nunca había sido pisado por un hombre y era como un granito en el desierto, sentí dentro de mí que si yo no traía de esas personas algún recuerdo tangible, su familia no iba a poder hacer el duelo”, dice Zerbino hablando con BBC Mundo.
Sintió que era una misión que tenía que cumplir.
Antes de morir, Coco le mostró dónde las guardaba y le dijo: “Si a mí me pasa algo, vos, por favor, entregá estas cartas”.
Sus padres y hermanos las leyeron en familia. Fue muy duro, muy emotivo, recuerda su hermano Alejandro en diálogo con BBC Mundo.
Pero fueron la forma de velarlo a través de un mensaje de despedida, algo que otros no pudieron hacer, y comprender a partir de sus propias palabras el acto de antropofagia, incluso con sus restos.
“Me siento orgulloso de que él lo haya dicho. Sé que él lo dijo porque está escrito. Y quizás por eso mi padre fue uno de los que más contuvo a los sobrevivientes”, dice Alejandro.
Gustavo Nicolich padre viajó a la montaña en febrero de 1973 para acompañar al padre de otro de los fallecidos que quería enterrar los restos de su hijo en Uruguay.
Cuando regresó, su semblante era otro. Había visto, ya sin nieve que camuflara el paisaje, la carnicería en la que se había convertido ese sitio. Y de su hijo “no quedó nada”.
“Nada”, reitera Alejandro.
Algunos fragmentos de la segunda carta demoraron en conocerse públicamente porque sus padres prefirieron guardar para su intimidad durante un tiempo la descripción de la antropofagia, pese a que los sobrevivientes lo informaron días después de ser rescatados.
Hoy, las dos cartas están celosamente custodiadas en la mesa de luz de Raquel, que a sus 96 años sigue conmemorando cada vez que puede la truncada vida de su hijo.